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'La vida de Chuck': Un fin del mundo bello, pero sin misterio

  • Álvaro Juan Marqués
  • hace 16 horas
  • 4 Min. de lectura

Mike Flanagan adapta a Stephen King en una fábula luminosa que quiere abrazar la vida, pero termina simplificándola bajo su propia necesidad de explicar lo inefable


Cartel de 'La vida de Chuck'. - Intrepid Pictures
Cartel de 'La vida de Chuck'. - Intrepid Pictures

Entré en la sala de los Renoir con la esperanza, quizá ingenua, de encontrar refugio cinematográfico a mis habituales incertidumbres propias de un veinteañero. Mi crítico de referencia (el siempre entusiasta Alejandro G. Calvo) alababa la cinta catalogándola como “preciosa, dulce, naif, y con buenas intenciones”. Con semejante prólogo, mis expectativas eran altas. Además, la película nacía de una anomalía creativa irresistible: un director de terror adaptando una historia de Stephen King sin terror alguno, y con raíces en los versos de Walt Whitman: “¿Me contradigo? Muy bien, me contradigo. (Soy amplio, contengo multitudes).”


La vida de Chuck sería sin duda mi pequeño oasis para escapar de todo. Pero, aunque bienintencionada y potencialmente compleja, la película tan solo consigue espolvorear purpurina en las oscuridades de nuestra sociedad, y su visionado acaba siendo una experiencia existencial reduccionista.


Flanagan es un siempre habitual en el género de terror, por lo que sorprende gratamente verlo adaptar una obra de Stephen King también alejada de este registro (aunque Hollywood ha visto otras películas de no terror del prolífico escritor como Cadena Perpetua de 1994, o Stand By Me de 1986). La peculiaridad del relato de King es que está contado a la inversa, entonces Flanagan decide contar la historia en tres actos inversos, cada uno perteneciente a un género distinto: desde la muerte de Chuck en una ciencia ficción apocalíptica, algo así como un musical dramático, y un coming of age. Una idea súper ambiciosa pero difícil de manejar.


La primera parte muestra el fin del mundo y, entre el caos, los personajes no colapsan, sino que buscan señales, conectar, algo que dé sentido al final del mundo. Un hombre habla con su ex pareja por teléfono, y este, en un intento de conectar con ella, le habla de la idea del “calendario cósmico” de Carl Sagan, dónde los últimos diez segundos del año  se resume toda la historia de la humanidad si el universo durase un año. Me sentí indefenso e ingenuo ante esta secuencia, como si fuera nada, pero al mismo tiempo parte de un todo. Y todo esto con una simple conversación de teléfono con montaje paralelo.


Fotograma de 'La vida de Chuck'. - Intrepid Pictures
Fotograma de 'La vida de Chuck'. - Intrepid Pictures

La literalidad del relato es muy potente, y sin duda estoy deseando leer el cuento en el que se inspira la cinta. También me intrigó que el supuesto protagonista, Tom Hiddleston, ni siquiera aparece al principio físicamente. Es más bien utilizado como un símbolo ya que aparece en repetidas ocasiones por toda la ciudad en marquesinas con el mensaje ‘¡39 años maravillosos! ¡Gracias Chuck!’. No entiendes qué pasa, te desconcierta. Y ese absurdo, de algún modo, consuela.


Esa vía de lo “absurdo” se mantiene durante el metraje, aunque con inconsistencia, como en la secuencia donde Chuck, un contable común, rompe su rutina con un baile improvisado que dice más que todo el guion junto.


En esa parte intermedia comprendemos quién es Chuck para Flanagan, un héroe del ideal individualista americano según el cual todos guardamos algo extraordinario bajo la normalidad. Su historia, narrada con la voz de Nick Offerman, suena algo impostada, un eco moral que intenta cerrar lo que ya se intuía. Pero la escena del baile —el match cut que une su mano marcando el ritmo con la de su abuela batiendo un cucharón en salsa de tomate— alcanza una poesía de lo cotidiano, una especie de epifanía laica que convierte el gesto en consuelo.


Pero el problema llega cuando la película insiste en explicarlo todo, como si Flanagan desconfiara del espectador. Mark Hamill, en su papel de abuelo imperfecto, nos sermonea sobre las matemáticas como premisa de la existencia, que todo puede explicarse con números, y entonces eso es bello. Una especie de catecismo racionalista que encuentra eco en la voz en off, siempre empeñada en subrayar el sentido de cada cosa.


Fotograma de 'La vida de Chuck'. - Intrepid Pictures
Fotograma de 'La vida de Chuck'. - Intrepid Pictures

Además en todo ese embrollo también se menciona a Dios, como si fuera necesario invocarlo para justificar cada destello de felicidad. Se nos invita a creer que los momentos de dicha pura provienen de Él, una idea que suena más tranquilizadora que verdadera, y que diluye parte de la ambigüedad que hacía al relato más humano.


Y sin embargo, hay algo reconfortante en la ingenuidad de La vida de Chuck, en la voluntad de creer que el mundo todavía brilla si se mira con buenos ojos. Pero también hay algo cansado en la necesidad de encontrar belleza hasta en el dolor, como si no pudiéramos aceptar que lo siniestro y lo absurdo también forman parte del tejido de lo humano.


Salí del cine con la certeza de que lo bello no basta para consolar el miedo, que la purpurina, por más que reluzca, no sustituye la luz verdadera —esa que no necesita explicación ni fe, solo un poco de silencio para dejarla arder—. Quizá buscaba un refugio y encontré, en cambio, la evidencia de mis propias contradicciones. El visionado es reduccionista pero aun así me hizo replantearme cómo vivimos. No me convence el conjunto pero le agradezco ese planteamiento. Muy bien: me contradigo. Como Whitman, es cierto que contenemos multitudes.




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